miércoles, 22 de mayo de 2013


Uno de mis mayores aciertos culinarios, más bien el único, ha sido seguir el consejo de Margarita Ricchi: “Cuando pases por Tarifa llégate a “La Tarifeña”,. Te atenderá un señor mayorquey  te ofrecerá conservas de atún, mejillones, bonito, sardinas…has de ser duro, que no te confundan con un guiri, directo al hígado, ¡solo quieres melva canutera!”

D. Salvador Pérez era mayor, sí. Y la fábrica de conservas también. Entré por una pequeña puerta de madera y me tropecé con una  minúscula taquilla modelo años sesenta; toc-toc, y se asomó un señor mayor, ¿en qué puedo ayudarle, joven? Le pregunto si venden a particulares. Claro, me contesta, tenemos atún, mejillones…ya, ya –le corto- pero yo solo quiero melva canutera, es un encargo, mentí. Pase usted, y me abrió.

Entré directamente a la nave donde decenas de mujeres limpiaban pescado. Estaban sentadas una detrás de otras, y una cinta sin fin pasaba junto a ellas trasportando cosas que cogían y volvían a poner. ¡Clik-clik!, sonó el cristal que servía de pared para la oficina del negocio. Me giré y vi una chica joven que aporreaba una Olivetti mientras dos hombres mayores me hacían señas invitándome a pasar al despacho. Muy buenos días -me adelanté en el saludo- soy de Alicante aunque ahora no vengo de allí, el caso es que probé la melva de ustedes en Sevilla…

-¿Dónde? – me cortó uno de los hombres-
-En un bar de la calle Eduardo Dato, entre el Sánchez Pizjuan y la Gran Plaza…
-Ya, vale…Soy Salvador Pérez, venga usted conmigo.

Recorrimos la nave hasta llegar a una puerta de madera grande que había en uno de los extremos de la fábrica. D. Salvador abrió el pestillo y empujó las dos pesadas hojas de la puerta; despacio, mandando, templando, mirándome de reojo. Era evidente que se estaba gustando. Cuando finalmente la puerta se abrió de par en par, D. Salvador encendió una luz blanca y brillante que alumbró un mundo de latas plateadas de distinto tamaño y envueltas con idéntica etiqueta. D. Salvador bajó la mano y la recorrió con un ligero giro de cadera hasta señalar el laterío como si de un trofeo se tratara. Aquí tiene usted, amigo mío, elija.

Durante años, cuando pasaba por Tarifa en otoño me llegaba a la Tarifeña. Un año me descuidé y no fui hasta días antes de Navidad. ¿Cómo viene usted ahora?, me amonestó cariñosamente el conservero. Combinaciones de trabajo, Salvador, pero más vale tarde que nunca. En este caso, joven -me dijo serio- , tarde es nunca. Me recordó entonces lo que ya me había explicado en alguna ocasión, que la melva pasa por el estrecho en verano que es cuando la pescan; a finales de septiembre ponen a la venta lo poco que no tienen comprometido y hasta que se acaba, que no suele ser más allá de noviembre. ¿Quería usted mucha? Pues ya sabe, Salvador, siempre más que la vez anterior; encargos. En esta ocasión, amigo, va a ser que no, que no será más, más bien menos, en concreto un par de latas que tengo para emergencias. Y me puede comprar otras cosas. Diga usted que sí, Salvador, diga que le voy a comprar un poquito de todo, ¡ea!

La última vez que estuve en la conservera, D. Salvador ya no te abría las puertas del almacén, ni siquiera veías el laterio, unos carteles te indicaban el camino hasta una tienda que la empresa abrió en la misma fábrica. Cogí un número y cuando llego mi turno compre lo que quería, pagué y salí. Al pasar junto a la oficina ví a D. Salvador, lo saludé y salió a despedirme. ¿Cómo está, Salvador? Dudó un segundo: Aburrido, amigo, aburrido...

Me acomodé en el coche, conecté la radio. Una emisora local: "De Manué a Rocio, que lo tiene hechizao. Y que lo perdone":

...Quien te va a querer así como yo, quién te va a querer, quién te va a querer así como yo quién te va a querer, cuando todo acabe...

Arranqué el coche, miré la radio y le hablé en voz alta: Anda Rocío, perdónalo, parece buen chaval. Y además es verdad: ¿quién te va a querer como te quiere él?

He recordado esta historia al encontrar en el fondo de un armario una lata de melva canutera. Una lata que, siguiendo el consejo de D. Salvador, escondí para olvidarla hasta que la casualidad me la devolviera y comprobar la teoría del conservero: "Nos obligan a poner una fecha de caducidad. Burocracia, amigo, burocracia. Abre una lata cinco años después de caducar. 




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