Hasta que yo maduré, en mi casa nunca ha habido afición a los bares, pubs y cafeterías. Por eso, por lo excepcional, recuerdo una
escena con mi padre en un bar.
No tendría más de seis años cuando mi padre me llevo con él a un bar del pueblo. Siempre había curioseado aquel bar desde la calle, desde la acera de enfrente y mirando disimuladamente. Ese día entré al bar con mi padre. Yo lo
imaginaba más grande y lleno de gente desconocida, incluso rara. Pero no, allí estaba mi padre con algunos amigos que yo conocía de haberlos visto con él y hasta el padre de un amigo mio del cole. Recuerdo
la barra: larga y alta, muy alta, tan alta como la luna. Incluso más. Detrás de la barra y sirviendo
quintos de Mahou, había un señor del que, años después, supe que tenía piernas y familia como todo el mundo. De niño pensaba que los señores que hay detrás de las barras vienen de serie con el mobiliario del bar, y que solo
eran la parte que yo veia: cabeza y hombros, y que por supuesto nunca salían a la calle. Pasados los años también me enteré de que los bares que en lugar de señores detrás de la barra tienen señoritas delante de la barra, son
otra cosa. Mi padre nunca me llevó.
Los amigo de mi padre, cinco con él, estaban de pie junto a la barra, bebían cerveza y
hablaban en corro. Yo los observaba desde
una esquina del circulo que formaban los cinco hombres. Con los años aprendí que cuando dejas de ser niño los círculos pierden las esquinas donde nos resguardamos. Aquel día, el corro de amigos hablaban de que
el Cordobés, un torero de la época, llegaba a ganar un millón de pesetas por corrida. No puede ser, hombre; si un piso no vale eso, le rebatían al aficionado. Y hablaban de un señor que se llamaba
Gento y de otro llamado
Franco, pero de este, más bajito. Con todo, lo que más me ha marcado es un
rito que de tanto en tanto practicaban los cinco hombres: En un momento dado, uno de ellos sacaba del bolsillo un paquete de
Ducados, lo volteaba y golpeaba la parte de la abertura contra el dedo indice de su otra mano. Como por arte de magia brotaban tres cigarrillos escalonados, los arreglaba y paseaba el paquete de tabaco delante de sus amigos ofreciendo cigarros como el que ofrece canapés en una bandeja de plata. Algunos sacaban cerillas de cera que rascaban contra la lija de la caja, otro apretó un mechero Ronsón -me lo ha traído mi primo de Canarias, allí si que hay cosas, apuntó- y se pasaban la lumbre unos a otros. Luego, fumando, seguían con la tertulia.
-Todo eso está muy bien,
Jota, pero ya sabes que en el
Búho Bizco no se puede fumar. Tómate el gintonic en la terraza, allí no hay problema.
-Está bien,
Lola, te perderás mi compañía. -cogí el vaso y me asomé a la terraza pensando que incluso en los lugares permitidos has de ser discreto cuando fumas. De manera, concluí, que se ha perdido el arte de fumar.
-Hola, jefe -busqué la fuente del saludo, y allí estaba, fumando
¡Por dios, quién ha dicho que no hay arte!...-
Hello, Miss. Ricchi